El bautismo nos une para siempre a Dios, el uno al otro

POR EL OBISPO LOUIS F. KIHNEMAN III
Obispo de Biloxi
“Después que Jesús fue bautizado, subió del agua y he aquí, los cielos se abrieron [para él], y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma [y] venía sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. (Mateo 3: 16-17)
En los días de Jesús, el pueblo judío creía que había tres reinos: (1). El Reino de Dios, que era el cielo. (2). El Reino del Hombre, que era la tierra y (3). El Reino de los Muertos, que estaba debajo de la tierra. Creían que los tres reinos nunca se mezclaban.
En el evangelio de Juan, Jesús es bautizado por Juan Bautista y, en ese momento, suceden tres cosas: Los cielos se abren, el Espíritu Santo desciende y se oye la voz de Dios.
Es un momento profundo para el pueblo judío pero también es un momento profundo para todos y cada uno de nosotros. La Santísima Trinidad reconocible presente junta por los testigos del bautismo de Jesús.
El día de nuestro bautismo, los cielos se abren para nosotros, y al abrirse los cielos, el Espíritu Santo desci-ende sobre nosotros, la gracia de Dios se derrama sobre nosotros. El amor de Dios se derrama sobre nosotros y, en ese momento, comienza una relación especial, una relación de amor con nuestro Padre, con Jesucristo, Su hijo y con el Espíritu Santo.
Es una relación muy personal. A través de nuestro Bautismo, llegamos a ser parte del Bautismo de Jesús. Compartimos la apertura de los cielos y el espíritu de Dios que desciende sobre Jesús y viene a cada uno de nosotros en nuestros bautismos.
El Espíritu Santo permanece con nosotros y nos habla de muchas maneras diferentes. Estamos llamados a compartir ese don del espíritu con los demás. Todo esto comienza el día de nuestro bautismo, cuando el agua se derrama sobre nuestra cabeza y se pronuncian las palabras: “Yo os bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
En ese momento, se nos da la vida, la vida de Dios, el amor de Dios, que se nos da en el bautismo.
Cuando escuchamos esas palabras de Dios: “Este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia”, esas son las mismas palabras que nos fueron dichas el día de nuestro bautismo. Somos hijos e hijas amados de Dios, y somos coherederos del cielo, nuevas criaturas y tem-plos del Espíritu Santo.
Dios nos ama, está con nosotros y ha prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos. Por eso nos dio a su hijo. Por eso Su hijo sufrió y murió en la cruz por cada uno de nosotros, para mostrarnos cuánto Dios Padre realmente nos ama y se preocupa por nosotros.
Cuando estamos juntos en las trincheras, a veces puede ser muy desafiante y difícil, y olvidamos que somos amados. Todos somos amados por Dios a un nivel muy personal y ese amor comenzó de manera especial el día de nuestro bautismo.
El desafío para cada uno de nosotros es reflejar ese amor a los demás en nuestra vida diaria, ser testigos del amor de Dios para todos los que encontramos como discípulos de Jesús. Nuestro bautismo es un llamado a la santidad y a la acción, y debe impregnar todos los aspectos de nuestras vidas.
Recibimos la gracia santificante en nuestro bautis-mo a través de la Santísima Trinidad que nos da el poder de vivir y actuar bajo la inspiración del Espíritu Santo a través de los dones del Espíritu Santo. Nuestra vida sobrenatural tiene sus raíces en nuestro bautismo. (CCC 1266). Y con esa gracia santificante se deja una marca indeleble en nuestras almas que nos conforma con Cristo como sacerdote, profeta, reyes y reinas. Como tal, cada uno de nosotros tiene el derecho y el deber de participar activamente en la misión de la Iglesia, ¡de ser discípulos!
Nuestro llamado o misión es seguir la Gran Comisión de Jesús y Su mandato de amar a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
A través de las aguas del bautismo, estamos unidos para siempre a Dios y unos a otros: “un cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados a la única esperanza de vuestra llamada; un Señor, una fe, un bau-tismo; un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Efesios 4:4-6).
En nuestro camino por la vida, que nuestra identi-dad bautismal como sacerdotes, profetas, reyes y reinas, sea fuente de alegría, fortaleza y esperanza inquebrantable, guiándonos hacia la gloria eterna que nos espera en el cielo.